“No
soy un asesino, ni un devorahombres, ni mato por diversión.
Solo
soy un pez prehistórico, aunque tu me llamas monstruo”
Del
documental Monstruo (dir.Mónica Sagrera)
Si hay un
animal en el mundo que me produce fascinación, ese es el tiburón blanco. No es
su origen prehistórico o sus desarrollados sentidos, sino su fama de animal
sanguinario y el miedo atávico que produce incluso en los más aguerridos buzos.
Cuando Spielberg estrenó su conocidísima película, se terminó de fraguar su inmerecida
leyenda. ¿Se imaginan que se hubiera desatado la histeria colectiva y que tras
ver Psicosis hubiéramos atacado a todos los dueños de moteles? Pues esto es ni
más ni menos lo que pasó tras el estreno de Tiburón, allá en el 75 cuando yo
contaba 2 años de edad. Mientras que la peor pesadilla de la mayor parte de la
población de los 80 era morir devorado por este monstruo (cosa muy poco
probable ya que tan solo se registran 5 muertes al año por ataques de este
tipo) mi sueño de niña y ya de adulta ha sido encontrarme con uno cara a cara, observar
de cerca su sonrisa, sentir su poderoso cuerpo moviendo el agua, verle proteger
sus delicados ojos y atacar con furia a su presa.
Siento un
cariño especial por los malos de película, siempre he pensado que tendrán sus
motivos o que quizás…no son tan malos.
El ser
humano tiene verdadera obsesión por interpretar el mundo desde un punto de
vista antropomórfico y de trasladar la bajeza de su comportamiento al reino
animal. El único ser que mata por placer y que representa un serio problema
para el resto de las especies e incluso para si mismo, anda sobre dos patas.
Sin embargo llevamos toda la vida inventando monstruos aterradores que nos
masacran con una premeditación y crueldad de la que solo el hombre es capaz,
para justificar nuestros actos y acallar nuestras conciencias.
El Carcharodon carcharias, nombre científico
del tiburón blanco ha sido aniquilado de tal forma en las tres últimas
décadas, que hoy en dia es una de las únicas tres especies de tiburón protegida
mundialmente. La sobrepesca, las capturas accidentales y sobre todo el mero
hecho de matar por matar sin ningún motivo de supervivencia o económico, han
puesto a estos majestuosos animales que llevan en este mundo más de 400
millones de años, al borde de la extinción.
En
Septiembre de 2012, por fin, mi sueño se iba a convertir en realidad: viajaba a
Guadalupe (México) uno de los pocos reductos donde este bello animal puede
vivir sin preocupación, a nadar con el blanco. Bueno, lo de nadar es un decir ya que por ley
no puedes salir de la jaula ni bucear con equipo autónomo. Eso además de
garantizar la seguridad del buceador, también es beneficioso para los escualos
cuyo futuro en la zona sería incierto de prohibirse esta actividad, cosa que
sin duda ocurriría si algún intrépido fuera devorado. Hay otros destinos donde
se practica este tipo de buceo como Sudáfrica, pero el agua está algo más fría
y es mucho más turbia.
La travesía
dura unas 20 horas. Guadalupe es un islote pelado en mitad de ningún sitio. No
hay nadie porque no hay nada salvo leones y elefantes marinos, estos últimos,
más torpes y gordos, constituyen el plato preferido del blanco. Vistos desde
abajo no difieren mucho de un bañista humano entrado en carnes, por lo que es
entendible que a veces, haya mordiscos accidentales y fatales ya que aunque solo
te lleves el primero, es muy difícil sobrevivir al ataque. Y si lo haces estás
en el culo del mundo, asi que tus posibilidades de llegar a un sitio civilizado
a tiempo son inexistentes. Antes de embarcarte firmas unas 6 hojas descargando
responsabilidades, hasta al buceador más optimista le tiembla el pulso al dar
detalles de donde tienen que repatriar tu cadáver en caso de que un tiburón
decida que te pareces demasiado a una foca.
En el barco
hay 14 personas, incomprensiblemente 4 no son buzos. De hecho para meterte en
las jaulas superiores que están a ras de superficie no es necesario ni el open
wáter, lo que si que hay que tenerlos es bien puestos para meterse por primera
vez al agua con un bicho asi.
La primera
mañana hay nerviosismo y expectación. La noche antes el capitán nos ha dado un
extenso briefing detallando lo que se puede y debe hacer. Especialmente inquietantes
son las indicaciones de no moverte si el tiburón te toca con el morro, cosa que
puede ocurrir ya que en las jaulas superiores hay una abertura para sacar
cuerpo y cámara y en el sumergible se puede salir aunque permaneces atado al
cabo de seguridad y al narguil.
Hemos
desayunado lo justo, queremos ir al agua ya. En cubierta hay carreras mientras
se ultiman los preparativos, se cierran las últimas carcasas y se acoplan los
focos ya cargados. Los marineros empiezan a preparar el cebo y se establecen
los turnos para entrar en las dos jaulas de popa; cuatro buzos por jaula
durante 60 minutos. He tenido suerte, voy en el primer turno ya que se
establece un orden casi militar según experiencia y titulación. El agua está a
unos 21 grados (normalmente suele estar a 18º), el uso de guantes y capucha es
obligatorio, pero…somos españoles; yo no me apaño para manejar la cámara con
guantes, teniendo en cuenta que el simple roce de un diente de unos 12 cm
acabaría ipso facto con mi carrera de modelo de manos y que 3 mm de neopreno no
iban a hacer mucho para remediarlo, decido ir sin guantes. El buceo autónomo no
está permitido, nuestras aletas y reguladores han sido requisados y se
encuentran bajo llave en otra parte del barco. Mientras nos equipan y colocan
lastre tanto en el pecho como en los tobillos ya que nuestra posición será
vertical en todo momento, los no buceadores toman nota de nuestras maniobras.
Accedemos a
la portezuela superior de las jaulas arrastrando literalmente el culo por la
superficie. Cuando el último de nosotros ha entrado se cierran y se lanzan los
cebos.
Llevo 20
minutos en el agua, de pie, inmóvil. Mis 3 compañeros y yo miramos a nuestro
alrededor, pero solo hay azul y silencio. Es la primera vez que utilizo un
narguil y llevo plomo como para hundirme de por vida, aun asi me encaramo para
asomarme por la abertura de unos 60 cm de la jaula, diseñada para poder sacar
la cámara y enfoco sobre lo único que no es océano: un trozo de atún que pende
atado de un cabo a unos dos metros de mi cabeza y que es picoteado por una
gaviota. Recuerdo el briefing del capitán y sus indicaciones ya que tengo medio
cuerpo fuera, pero no hay ni rastro del blanco.
Hay otra
jaula a la que llaman “el sumergible”, para esa si hay que tener titulación y
que baja como un ascensor a 10/12 metros. Se realizan turnos de 20 minutos y
bajan dos buzos con un instructor que lleva un equipo de comunicación por si
hubiera algún problema o por si alguno no pudiera compensar correctamente y
fuera necesario detenerse o subir unos metros. Tiene una puerta por la que se
puede salir completamente aunque siempre permaneces atado al habitáculo.
La gaviota
levanta el vuelo inesperadamente y de repente toda la calma se transforma en
excitación. Oigo voces en cubierta, mi compañero me da un codazo y la jaula
chirriante se tambalea. A pocos centímetros de nuestros pies aparece de la nada
la silueta inconfundible de un tiburón blanco de unos 4 metros y medio. La
sangre se nos agolpa en las sienes y los flashes se disparan. Lejos de ser una
experiencia aterradora o estresante, la presencia del escualo ejerce sobre
nosotros una fascinación casi hipnótica mientras asciende en círculos sin
agitar el agua.
El sueño de
cuando era niña está delante de mis ojos. El gigante es tremendamente precavido
y danza lenta y elegantemente rodeando la jaula, hasta que por fin atraído por los
golpecitos que damos en los barrotes y seguramente por los objetos electrónicos
que emiten unas pequeñas vibraciones que ellos detectan con las ampollas de
Lorenzini, asciende hasta ponerse a nuestra altura de una forma tan vertiginosa
que parece volar. Su enormidad a poco más de unos centímetros de mis dedos que
se aferran a la cámara y tan solo ella entre mi cuerpo y su boca abierta. No la
llevo sujeta con ninguna brida pese a que pesa 5 kilos ya que si el tiburón la
mordiera, me arrastraría con ella. Una cicatriz enorme le surca el lado derecho
de la cara fruto de viejas reyertas submarinas que le debieron dejar con vida
de milagro, pero ahí está, mirándome fijamente y avanzando hacia mi de frente.
En sus ojos descubro curiosidad, inteligencia y respeto. Veo sus dientes por el
visor cada vez más cerca, levanto la cabeza pero está encima asi que cierro los
ojos y mientras me parapeto detrás de la cámara noto un pequeño empujón en la
cúpula. Gritos en cubierta, no me muevo pese a que el blanco me ha tocado. La
adrenalina me chorrea mientras observo como su tercer párpado se cierra al
adoptar una posición de ataque, en ese momento cambia su trayectoria para
lanzarse ferozmente contra el cebo, desencajando la mandíbula en una mueca
atroz. Sigo grabando.
Subo a
cubierta convencida de que el depredador más despiadado del océano no tiene
ninguna intención de comer humanos si los detecta como tales y una sonrisa se
dibuja en mi cara al pensar que en un rato, si los nervios no traicionan podré
salir de la jaula.
Mónica Sagrera
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